by Leidy Lorena Arango Pérez
Hay
momentos de nuestra vida inminentemente espirituales que propician
oportunidades de evolución y que dejamos pasar de largo como si de
oir llover se tratase. Un caso concreto de esto es cuando tenemos la
oportunidad de hacer uso del transporte público y no vemos cuáles
son las reales situaciones que allí nos brindan y nos limitamos a
leer por encima el contexto que nos invita a juzgar, a criticar, a
involucionar, sin permitirnos reflexionar sobre la manifestación de
la rica gama de elementos que propenden a nuestro crecimiento
integral, o dicho claramente, a nuestra evolución. Pero ¿cómo
acceder a tal evolución? Pues en la dimensión en la que nos
encontramos hay diferentes formas para ello: 1. a través de la
evolución mental (meditación, yoga, etc.), 2. con de actos de amor
y trabajo humanitario, 3. Y por medio del suplicio, es decir, cuando
vivimos experiencias dolorosas pagamos nuestro karma negativo y vamos
generando karma positivo. Esto último, claramente, lo saben las
directivas del transporte público, de hecho, parece estar tácito en
cada uno de los manifiestos de la cultura metro: no comer, no
sentarse (pasillos, zonas comunes), no gozar de comodidad, y demás
rezos que nos van ayudando a abonarle al cumplimiento de nuestro
dharma, por lo que nos ayudan a elevarnos.
Redondeando
lo anterior, se observa que grados de consciencia superiores colindan
en el transporte público, en especial en la hora pico, pero no lo
honramos y seguimos en la necedad de querer optar por lo
insustancial, lo superfluo y no apercibimos que incluso en
actividades tan rutinarias y monótonas como lo es montarse en metro
o en transmilenio, se halla la puerta al crecimiento del Ser
(crecimiento abstracto, porque de lo otro no hay cómo). Con esto nos
recordamos que somos una esencia inmaterial en un estuche material
que tenemos que dejar en el momento en que atravesamos el torniquete,
en donde debemos dejar atrás nuestra cárcel corpórea y permitirnos
ser como un dios hindú: una sola forma con muchos brazos y piernas,
y ojos, que dan como resultado una apariencia a veces no muy humana y
que en su momento se ponen azules y se saturan de elementos, cual
Ganesha, cual Shiva.
Tengamos presente que en creencias espirituales tan antiguas como el Tao, el Hinduismo, el Budismo nos invitan a que nos entendamos como una Unidad articulada, que nos pensemos como un todo que aunque a veces desarticulado, en esencia somos lo mismo; y para recordar este bello aforismo tenemos la hora pico que busca no otra cosa que entendamos que no podemos concebirnos sin el otro, como cuerpos apartes, independientes, ajenos al ser que nos acompaña; así que al reducir considerablemente el espacio hasta lo improbable, es una mera sacra excusa para sentir al otro como la extensión nuestra que da como resultado la visión de que en cada vagón del metro viaja un alma superior compuesta por un amasijo orgánico que no se sabe bien dónde empieza ni termina. Esta, es la Unidad pura, es la representación que evoca el Namasté: ese lugar sagrado donde tú y yo, todos, somos uno, porque no hay (meticulosamente planeado) espacio para la individualidad, para egoísmos y hedonismos que requieren desentenderse del otro, sentarse aparte, alejarse de otras manifestaciones de su ser.
Asimismo,
Buda, nos enseñó que para alcanzar estados elevados de consciencia
primero se debía renunciar al deseo, es otra hermosa circunstancia
que nos brinda el transporte público: debemos renunciar a nuestro
deseo de una silla, de sentarnos, de un ventilador, de ir más
aprisa, de que el del lado tome taxi, así, a través de este camino
samsárico que se homologa con el viaje en metro u otro transporte,
vamos resignándonos a dejar a un lado tales deseos que sólo nos
traen sufrimiento y nos desvían de objetivos superiores que podrían
entenderse a todas luces como divinos.
Así
que la invitación es a ver más allá y entender a todo lo que se
expone una empresa de transporte con tal de brindarnos este espacio
de desarrollo interno: pone en juego su reputación, se expone a
críticas, boicots, se satura gestionando su buzón de quejas,
reclamos, sugerencias de los que aún no tienen los ojos abiertos
para ver lo que “es invisible a los ojos”: es invisible el
asiento disponible, el lugar adecuado para ocupar la individualidad,
es invisible la comodidad, pero es visible el hecho en que no piensan
en ningún momento en lucrarse, no se consideran ni por un momento
ellos mismos. Por ello siempre están pensando en el otro y en cómo
pueden ayudarnos a acercarnos a dios: nos falta el oxígeno y creemos
verlo, se nos viene una turba encima cuando se abre la puerta en San
Antonio y le invocamos “¡Dios mío!”, en fin, entre rezo y rezo,
exclamación sacra se va gestando este bello recorrido que más que
llevarnos a nuestro lugar terrenal de destino, nos permite acercarnos
a ese campo elíseo, a ese nirvana, a esa tierra prometida de la que
fuimos arrancados.
Amén
al transporte público por esta oportunidad.
NAMASTÉ
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