jueves, 23 de noviembre de 2017

Antología poética parte II - Raúl González Tuñón


¡No a la guerra!


PRO-LOGO

Cuando la guerra se presenta, toca a la puerta, se acerca a la comodidad del hogar, la perspectiva cambia. Una cosa es leer sobre ella, verla en una película o escucharla de oídas, de pasón, contemplarla en obras, en pinturas, en fotografías; pero otra muy diferente es sentirla acompañando a la circulación, nadando en las venas, viajando en los neurotransmisores, olerla en la propia sudoración, saborearla en la propia saliva, escupirla y sentir que casi inmediatamente regresa su presencia a la boca.

Así es, otra cosa es hablarla sabiéndola, hablarla desde la primera fila, desde la encarnación misma de víctima y victimario, o lo que es común en guerra, desde las dos posiciones al tiempo. La guerra permite esa ambivalencia: ser asesino y asesinado, ser héroe y villano, enemigo y amigo, creyente y ateo, ser humano e inhumano, ser y no ser. Todo, insisto, al tiempo.

Desde González se puede ver este ir y volver entre los cadáveres y sobrevivientes, reconocerlos como propios a todos, ver que unos visten de civil, otros de traje, otros de uniforme, otros más, sin ropa si quiera (“Muertos sin hospital, sin velatorio, sin entierro; muertos anónimos, sí...”). Les anida a todos desde la empatía del poeta que tiene la capacidad y la maldición de vivir en carne propia experiencias ajenas, de revestir catársis con los actantes y espectadores de primera fila de cada confrontación bélica.

De manera que al leerle, se siente como si más que un testigo, él hubiese enfundado el arma y recibió el proyectil -al tiempo-. Versa desde la autoridad y propiedad de alguien que esquivó la bala exacta, que rezó para que le cayera al del lado, que cuando le cayó al del lado rezó para que esta saliera y le cayera a él.  Permite la empatía, la de verse reflejado, cercano, yuxtapuesto con ese al que se le señala de enemigo, de atacante, se le padece como propio y se le reconoce que el suplicio, los malestares y vicisitudes de la guerra afecta a ambos bandos (“...Somos el sueño, la sed, el hambre... Del otro lado, en la trinchera...enemiga, también están la sed, el hambre, el sueño. Espera... tu sucio pedazo de pan”) en donde en últimas nadie gana, o por lo menos, nadie de los que componen el frente, la retaguardia, la zona de ataque.

Su obra parece ser testimonio del que se tambaleó en todos los roles de la guerra y que por ello puede opinar con certeza sobre la confusión, el caos, la esperanza, la desesperanza que incurre en estas coyunturas (“Yo vi el árbol desnudo, el foco abierto... la reventada piedra, el vidrio herido”). De las bataholas que asiste a un sobreviviente que celebra el estar vivo y que su corazón siga palpitando así sea aterrorizado y que cada latido denote terror, al tiempo del remordimiento por no ser parte de los caídos y por festejar -de alguna secreta forma- que no fue él al que iban a enterrar aquella mañana.

En la siguiente compilación, se presentan 7 poemas de tinte antibélico que se caracterizan sobretodo por la esperanza (“Seremos hermanos, hermanos... algún día tendrá que ser...”. “La explosión trajo la muerte... la muerte trajo la aurora”) que sobreviene al estado de shock al que somete la guerra. Data asimismo, una cercanía absoluta con los participantes de los conflictos: en unos se es posible morir como paloma, como novia, como niño, como soldado, como “visitante” en zonas foráneas que ha sido recibido con proyectiles en su cráneo sin siquiera alcanzar a preguntar “dónde estaba la catedral” o “cómo iban con el museo”, o “dónde estaban las mujeres y las coplas”, ni por la oferta gastronómica del lugar, ni por la taberna, el único “lugar turístico” que alcanzaron a divisar y en el que se hospedaron y hospedarán, fue y será el cementerio.

Con cada poema, nos pone en el campo de batalla, en todo el frente, con el sonido de las ambulancias, de los gemidos, de los gritos de auxilio y debemos abrirnos paso, verso a verso, entre los occisos, entre los cuerpos inertes de las palomas (cual ironía por su simbología, son al parecer las que primero caen en tiempos de guerra). También, nos pone a contemplar las víctimas de la guerra que son los mismos victimarios (de alguna manera, esa lógica perdura en la guerra). Pero no los señala, ni los juzga, tampoco alcanza a compadecerlos del todo: no hay tiempo ¡¡hay que huir porque los obuses se acercan!! y el hedor pútrido y el olor a pólvora sofoca.

Con González, a los caídos, entre líneas se les reanima sus palpitaciones, se les hace honor, se les glorifica y se les extiende profunda gratitud por su sacrificio, por permitir con su muerte que el ciclo de la vida circule y que ante lo marchito, lo ido, lo extinto, se tenga la seguridad de lo que florecerá, lo que vendrá, lo que revivirá -pese a todo-:

“...pero amados, es por vosotros que nosotros vivimos
para esperar que crezca la flor nueva del mundo, en
vuestras ruinas...” 

El último rasgo particular que deseo exaltar entre la compilación, es una verdad que González insta y revela, aunque no la enuncia de manera frontal, está ahí, tácita y es que en la guerra, el silencio y la quietud es una forma de caos -una temible- y que aunque se acostumbra a pensar que cuando hay violencia abierta, disparos, ruido, destrucción en acción, es donde se compone la peor parte de la guerra; no es así, no es lo peor, lo peor nos dice González, es cuando ya todo acalla, cuando ya no hay movimiento, cuando las tropas se repliegan y se retiran, cuando ya impera ese silencio. Porque morir en guerra es trágico, mas sobrevivir, es otro nivel, es otra confrontación más sanguinaria y despiadada: Recoger los cuerpos, limpiar la sangre, aunar extremidades, secar las lágrimas, consolar gritos, ponerles un número, mirar a qué zapato le corresponde qué pie, a qué dedo qué mano, a qué muerto qué muerta, qué tumba, qué tierra, en fin, “esa tremenda mancha en la pared como un ladrido pintado”, que no despega, que no se va, que no se desdibuja, que promete permanecer en algo más que el ladrillo y la pared, promete pintar la memoria del que la vivió, la contempló, la apoyó, la ignoró -o trató-.

Así que, trate si puede, no leer a González, que igual para saber y vivir la guerra lo que menos necesita es un poema, necesita tan sólo ser humano y si cumple con esto último, implica que va en caída libre hacia su destino, hacia los campos de batalla fecundados por sí mismo, en caída hacia el vacío que es en últimas, lo primero, lo último y lo constante en la guerra, en la vida misma.

“...allí no es posible ver otra cosa que el vacío...” (González, R.).



Raúl González Tuñón


Reseña biográfica

Poeta argentino (1905-1974). Hizo parte de la vanguardia de los 20's, su obra fue inspirada y saboteada por las dos guerras mundiales, la guerra civil española (que aunque argentino, le tocó de primera plana por ser este muy allegado fue del poeta Miguel Hernández quien finalmente sucumbió en prisión franquista), la guerra fría y muchas otras en las que tuvo que inmiscuirse por su suerte de poeta, de periodista y de humano, cualquiera de los rótulos anteriores en tiempo de guerra acercan un tanto más al meollo bélico.

Antifascista, cercano a Neruda (con quien de hecho convivió un tiempo), ejerció además como cronista de viaje (asiduo viajero), como crítico de arte y colaborador en diario de tinte amarillista de nombre Crítica, al tiempo que robustecía su listado poemarios que ajustó las 3 decenas.

Considerado como uno de los fundadores de una corriente moderna de la poesía urbana.


¡No a la guerra!


LOS NIÑOS MUERTOS


("Por la Casa de Campo
y el Manzanares
quieren pasar los moros.
¡No pasa nadie!"
No pasa nadie, no,
no pasa nadie,
sólo pasa la muerte
que va a buscarles.)

MURIERON como todos los niños sin preguntar de qué y por
qué morían.
A las 10 de la noche los aviones negros arrojaron bengalas
como en la verbena.
Al espía que hizo señales desde una ventana le agujerearon
el cráneo.
La muerte, con traje de luces, dio varias vueltas por la
ciudad.
A las 10 y 2 minutos un estruendo redondo siguió a cada
silbido.
Los tranvías se lanzaron a la carrera y un espacial azul
agonizante.
El primer muerto falso fue un maniquí desvelado amarillo.
Todos los grifos de la ciudad fueron abiertos, todos los
vidrios se arrugaron.

El espía apretaba en su mano un plano del Museo y un
trabuco.
En las mansiones incautadas los señores de los óleos
parecían decir: "No nos dejéis".
Los periodistas extranjeros hicieron cola para ver a la
primera señorita muerta.
Los pianos cerrados de pronto con el ruido del féretro
desplomado,
el olor del jardín mezclado al del humo y la carne
chamuscada,
el hombre que precisamente a esa hora va en busca de la
comadrona,
la estatua sin cabeza con un letrero que decía Peluquero
de Señoras,
el ladrido de los perros más solo que nunca al fondo de
los corredores,
todo pasó rápidamente, como en el cine, cuando aún se
oía el zumbido de la avispa gigante.

Los niños muertos por juguetes, asesinados por grandes
mecanos armados,
con los que ellos soñaban cada noche, fueron recogidos
al alba sin mercados,
sin máscaras sueltas, sin churros, sin canciones (fue la
primera vez),
sin caballos blancos, sin manicuras, sin timbres de relojes,
entre ambulancias,
linternas, sábanas, delegados del gobierno, funebreros y
vírgenes llorando.
La sangre de los primeros niños muertos corrió toda la
noche.
Cada niño tenía un número sobre el pecho, el 7, el 9,
el 104, el 1,
pero la sangre corrió y se hizo río y fue una sola entonces,
la primera que corrió por los canales del sobresalto y el
rencor.
En la tierra por ella regada en la noche creció la rosa
de la pólvora,
la rosa que hoy vigila las puertas de Madrid y cuando
se acerca la avispa
lanza contra ella sus furiosos pétalos junto a los hombres
que sonríen,
a nuestros bravos soldados que sonríen porque saben por
qué pelean y mueren.

LOS OBUSES

Una muerte, la muerte,
se alimenta a la noche de cadáveres suyos.
Olor dulce, horroroso, que fermenta la pólvora,
su digestión violeta se acompaña de estruendo.
Por la mañana un viento desprevenido
lleva la muerte vomitada por la boca redonda.
Son los obuses.

Cargados de relámpagos, navajas, ambulancias,
sobre una soledad de evacuación distante
pasan rozando las últimas veletas
de enloquecidos gallos ciegos ya silenciosos,
pasan sobre negocios llenos de nadie
buscando un hospital y el corazón de un niño.
Son los obuses.

Cargados de mentira, de miseria, de metralla,
como una enorme M de miedo y muerte oscura.
Son los obuses.

Yo vi el árbol desnudo, el foco abierto,
la reventada piedra, el vidrio herido,
la sangre todavía
como no se ve nunca en los museos
ni en los teatros.
Son los obuses.

Son las panteras del aire desatadas
que vienen de la selva de acero y pólvora amarilla,
la muerte hecha pedazos buscando la inocencia
y su paloma.
Son los obuses.

Una mitad de novia contra el balcón ardido,
Sus manos, ya lejanas, estrelladas, perdidas, estrelladas;
luego la masa sola del niño y el caballo,
la muerte por la boca redonda vomitada.
Son los obuses.

LOS OBUSES (2)


TODO pareció quedar en orden pero era terrible.
Dos manos cortadas dentro de una guitarra,
un tiesto en el sombrero de novia, un árbol en el cuarto,
las fotografías sin el menor rasguño
prolongando la falsa vida de los parientes, el recuerdo de
la Exposición,
Joselito, Lenin, todo mezclado al olor del relámpago.

Esa tremenda mancha en la pared como un ladrido pintado,
como un ladrido de perro enfermo y solo,
ese caballo de madera orgulloso, intacto,
llevado a la más alta ruina por el viento de los obuses.

Donde nacieron los pequeños, donde velaron a los muertos
-cuando era posible morirse con las manos juntas-,
donde crecieron las telarañas
y se fueron inclinando a la tierra los más viejos,
donde yace el corazón,
el reloj del hogar que vio pasar los días y los rostros,
allí no es posible ver otra cosa que el vacío,
el primero y más firme cimiento de una casa.

Ya pasaron viniendo del Oeste y he aquí su obra
-ni el tiempo la hubiera hecho tan perfecta-,
muchos otros muros no ceden pero éste se cayó de pronto
como una encina demasiado vieja,
el mismo aire del obús que pasa enloquecido la hubiera
derribado.

Así cayó, así cayeron con él las buenas gentes, las palomas,
la veleta,
y el sol que estaba entonces dorando los canarios.

La noche de ceniza se hizo sobre la casa, de súbito cubrió
los restos,
las cosas que quedaron.

Así fue, mientras nuestros bravos soldados
combaten en la cintura de la ciudad maravillosa.
Muertos sin hospital, sin velatorio, sin entierro; muertos
anónimos, sí,
pero amados, es por vosotros que nosotros vivimos
para esperar que crezca la flor nueva del mundo, en
vuestras ruinas.


¡No a la guerra!


LOS VOLUNTARIOS

(“Puente de los Franceses,
nadie te pasa,
porque los milicianos
¡qué bien te guardan!"
Qué bien te guardan, sí,
qué bien te guardan,
cubiertas de ceniza
la madrugada.)


LA PEQUEÑA BRIGADA

Guerra del Chaco

La pequeña brigada avanza.
¿Hemos oído la guerra, hermanos?
¿Hemos visto la guerra, hermanos?
La pequeña brigada, avanza.
La cabeza quedó colgada
como una fruta en el alambre.
Somos la pequeña brigada.
Somos el sueño, la sed, el hambre.
Por el ruido de los obuses
los oídos reventarán
y nos romperán y nos sepultarán
en áridas tierras sin cruces.
Como en la noche de San Juan
se abren brazos de luz que arroja
sombreros de fuego y de hierro.
Tenemos un hambre de perro.
Nos enloquece la fiebre roja.
Del otro lado, en la trinchera
enemiga, también están
la sed, el hambre, el sueño. Espera
tu sucio pedazo de pan.
Doctores de la guerra, villanos,
la granada está por caer
y tenemos tintas las manos
en sangre del amanecer.
Vuestros hijos, también villanos,
jamás os podrán suceder.
Seremos hermanos, hermanos,
algún día tendrá que ser.
¿Nosotros hemos visto la guerra?
Avanza la pequeña brigada.
¿Nosotros hemos oído la guerra? En la maraña de la picada.

Como cadáveres afilados,
lívidos, de dos en dos,
vamos caminando sin Dios
con los cráneos agujereados.

LA MUERTE ACOMPAÑADA


A José María Navas
Allí donde los entierran
Nace una azucena blanca.
(Romance de Tristán de Leonis
y de la Reina Iseo.)
Venid a ver los que hicieron
volar el puente a la aurora.
Volaron aurora y puente
como una bandera roja.
Ella y él, un solo cuerpo.
Venid a la calle angosta
donde los velan cubiertos
por una bandera roja.
Cuando de los Regulares
llegaban primeras tropas
ellos volaron el puente.
La explosión trajo la aurora,
la aurora trajo la muerte,
las esquirlas de la bomba
clavaron cien puñalitos
de acero en sus carnes mozas.
La explosión trajo la muerte,
la muerte trajo la aurora,
color de muerte y de sangre
tiene la bandera roja.
Venid todos, camaradas
de la cuenca a la redonda,
para ver cómo sonríen
bajo la bandera roja.
Para ver a los que hicieron
volar el puente a la aurora.
La explosión trajo la muerte,
la muerte trajo la gloria.
En el centro de la tarde
La Internacional entonan.
Allí donde los entierran
nace una azucena roja.

¡No a la guerra!

NO PREGUNTARON

Vinieron de tierras subidas a los mapas.
Según la latitud agrias o dulces,
duras o fraternales.
Oh viajeros,
con puñales, con rosas, fotografías de jefes queridos,
de niños solos, lugares y muertes.

No preguntaron.

Así vinieron,
nadie los llamó.
Un día llegaron a morir en los muros de la ciudad
sitiada,
de la que sólo vieron sus orillas.

No preguntaron.

¡Tan delicadamente!
Qué aristocracia popular,
qué señores de la sangre y qué ilustre morir
cuya herida
explicaba el secreto de la pólvora.

No preguntaron.

Ellos,
los hombres de la primera columna voluntaria,
no preguntaron ¿cómo va el museo?
¿dónde están las mujeres y las coplas?
¿cómo se come aquí? ¿dónde está la taberna?
¿cómo se va a la catedral? ¿dónde está el cementerio?
ni cualquier otra cosa que pregunta un viajero
que conoce la sed, el hambre, el mundo.

No preguntaron.


REFERENCIAS

* González, R. Recuperado de: http://www.poesiacastellana.es

* NAN González Tuñón. Recuperado de: https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjDbEQ5sybCWN2DeqQ3SbR4vudo3EITXMT5ZmkiEupJxhIdfLkHgwq_Q93D1IifWqP5xYDFDKl9oPXtz_FP4iwvPO2KLGabPa4019Ep1Rjf-hl9ZRmKnzU0797UjQOvxoxSWJC_24EaTXfy/s1600/gonzalez_tu%25C3%25B1on_por_scherman.jpg

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